Orgullo de Padre
- alislibreria
- 5 ene 2017
- 3 Min. de lectura

Hoy voy a hablar sobre retos, los retos que los adultos tenemos que superar cada día en nuestra vida, en el trabajo, en casa, en nuestras relaciones sociales. Cada persona tiene unos retos diferentes; lamentablemente el reto de algunas personas que nos rodean es sobrevivir un día más, bien por guerras, hambre u otras desgracias; el reto de otras es poder ayudar a precisamente a esas personas a superar otro día; el reto de la mayoría de nosotros en el primer mundo es poder seguir viviendo con una relativa dignidad; y oye, también hay algunos cuyo reto es ser cada día más ricos y poderosos a costa de los demás, y otros, la mayoría políticos españoles, cuyo reto es ver como con sus decisiones fastidian a la mayor cantidad de gente posible (perdón no pude resistirme).
Pero no es de estos retos de los que quiero hablar, quiero hablar de los retos que tiene que afrontar cada día un adolescente del primer mundo. Efectivamente, su “trabajo” es ir cada día al colegio o al instituto, estudiar, sacar buenas notas, y en la mayoría de los casos hasta ahí. Por mucha supernany que hayamos visto, o libros sobre pedagogía que hayamos leído, en un gran porcentaje no les exigimos nada más, y creo al igual que el profesor Pablo Poo (podéis escuchar su mensaje en una entrada anterior) que deberíamos exigirles algo más. Que puedan aprender que la vida no es un camino de pétalos de rosa y que hay que afrontar retos, unos fáciles, otros difíciles y otros imposibles, que podrán superarse o no, pero hay que hacerles frente; no podemos dejar que el miedo nos impida continuar.
Todo esto viene al caso de algo que sucedió el día 31 de diciembre y que me llenó de orgullo. Mi hijo, un típico preadolescente de 12 años, y yo nos apuntamos como cada año a correr el Cross de las 12 Uvas, sin ánimo ninguno de ganar salvo desmayo colectivo del resto de participantes, pero con la idea de hacer un poco de deporte, pasar un buen rato juntos y bajar el turrón.
El caso es que yo ya sé que para mi categoría son nueve kilómetros de penurias que afronto con ilusión sabiendo que llegaré en el pelotón, pero mi hijo cambió de categoría este año y pasaba de correr un kilómetro y medio a casi tres. Cuando se lo dije, su reacción fue la que yo suponía que tendría, alegar que era mucha distancia y que no podría acabarla. El resto de la semana se la pasó buscando una excusa para no correr.
Y llegó el día 31. Un frio desalentador nos recibió esa mañana, no sé muy bien cómo, pero conseguí convencerle para que bajara. Mientras seguía con sus protestas llegamos a la zona del parque por donde discurría la competición y comprobamos que estaba absolutamente helada. Mi hijo es deportista aunque no haga atletismo pero yo creo que le asustaba la idea de correr tanta distancia.
Por el camino nos encontramos a una compañera suya de esgrima, a quien no le funciona bien una pierna y que le animó diciéndole que si ella podía correr seis kilómetros en sus condiciones, él podría correr tres sin problema. Al final parece que esto le animó definitivamente a afrontar el reto y se colocó en la línea de salida.
MI hijo ha ganado medallas en competiciones de esgrima a nivel local, provincial, regional e incluso nacional. Pero no creo que hubiera un padre tan orgulloso de su hijo como cuando le vi cruzar la línea de meta, porque había vencido a su propio miedo.
Por cierto, quedó el penúltimo, pero que importa eso…..
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